lunes, 18 de abril de 2016

Los Cuatro Elefantes - Capítulo I


Tengo insomnio.
Siempre tengo insomnio.
La televisión encendida en volumen cero delata la hora. El vaso de whisky sobre la mesa de luz está lleno, el hielo se ha derretido, una verdadera picardía. Bebo de dos sorbos la totalidad del elixir. Ya no me quema la garganta, y sé que eso es algo peligroso. Significa que ya soy inmune al whisky aunque espero que sea por el exceso de agua que generó el deshielo. El control remoto de este hotel tiene una pequeña falla en sus botones, los números están trabados y le falta el botón para subir de canal. Solo puedo hacer un zapping descendente. En el canal de la música están pasando un especial con los números uno de Michael Jackson, no puedo escuchar las canciones, pero tiene videos buenos y miro un par, ya nadie hace videos como él.
Cada tanto alguna puerta suena con brusquedad, cerrándose sin escrúpulos. La gente no tiene delicadeza para cerrar las puertas en los hoteles, el anonimato es la mejor defensa, y es lo mejor que puede ocurrirle a una persona. Anonimato, que palabra tan lejana ya para mí. Al menos todavía puedo caminar por la calle, son pocos quienes me conocen sin mi disfraz de artista, sin las gafas ni la gorra y auriculares soy simplemente uno más, solo me conocen de nombre pero no mi rostro. Pero siempre me encuentro con alguien que sí me conoce, y pega el grito y me señala con el dedo, e inmediatamente me veo rodeado de varias personas que pretenden una foto, un autógrafo, un algo que les cambie la vida para siempre; yo, claro, no puedo con esto último, apenas si puedo con las fotos y firmas.
-Regalame una frase – me pidió una chica durante la presentación de un libro.
-Si vas a jugar, que sea con fuego – improvisé, la chica se fue feliz, pero me pregunto qué tanto habré arruinado su vida con esas palabras.
Afuera ya comienza el frío. Es la época, claro. Pienso en la gente que no tiene hogar, en los perros callejeros y siento un profundo deseo de beber más whisky para evadir la realidad, debo escaparme cuanto antes, pero la botella quedó destapada en la mesa de entrada, en el pasillo de la habitación. Sonrío para mis adentros recordando una frase de Andrés Calamaro, “si es un sacrificio prefiero que no”, a veces puedo llegar a ser una verdadera larva.
Ángela duerme a mi lado. Su sueño es profundo. Yace desnuda en posición fetal. Se ve hermosa. Su piel no tiene tatuajes, solo una pequeña marca de alguna vacuna de la infancia. Tuvo una tarde agitada (como todas sus tardes) de lucha interna contra sus propios demonios, que no son pocos, para luego ceder a mis deseos y perversiones más profundas. Es una amante obediente. Me encuentro a mí mismo haciendo una mueca de ternura en la cara mientras la observo, ¿será eso el amor? Dormida es un angelito. Su rostro es de inocencia. Me pregunto por qué será que las mujeres, incluidas sus propias amigas, la odian. Luego la recuerdo despierta y entiendo.
La observo dormir. Por momentos mueve sus ojos con velocidad. Lo noto en sus párpados. Debe estar soñando. Luego deja de moverlos, se calma y respira profundo. ¿Qué clase de monstruos la estarían atormentando en la pesadilla? ¿Habrá podido escapar? Se mueve y entre abre sus ojos para observarme. Verifica que yo esté allí y continúa durmiendo, como si mi presencia la tranquilizara. Acaricio su pelo y sonríe sutilmente. Si esto no es el amor, es, al menos, algo similar, o una clonación imperfecta, una copia cruel que nos da esperanzas y nos hace creer. Una teoría de Ouspensky dice que Dios es tan solo un invento del Diablo para darle esperanza a los seres humanos, y así reírse de ellos. El amor no debe ser tan distinto.
Me preocupo por la lista de temas. Armar la lista del show es más complicado de lo que parece, un error allí y el público se pierde. Generalmente conviene comenzar bien arriba, le gente llega al show con ganas de cantar y saltar, hay mucha energía y adrenalina contenida, bronca, dolor, odio, la gente ya no va  recitales para disfrutar, los utiliza como terapia, y es recomendable hacer que esa bomba explote lo antes posible, para luego sí poder demostrar un set un poco más tranquilo, con sonidos más acústicos y alguna balada, con el público ya no tan sediento.
Se me viene a la mente, de forma súbita, el comienzo de toda esta historieta. Mi depresión, las pastillas, la soledad, el fracaso. Esto último fue un verdadero cachetazo al ego, yo tenía pensado publicar una trilogía de poemas, pero los números no cerraron, y la editorial que me auspiciaba canceló mi contrato luego del segundo libro. En Vicky’s Books, por más que se trate de una editorial independiente, no comen vidrio. Eso desató mi furia.
Hubo una fuerte discusión con Victoria, la líder del clan y el movimiento del que formo parte, tuvimos antiguos pases de facturas, trapitos al sol innecesarios. Las mujeres del clan, incluida Ángela, se pusieron de su lado, los hombres, aunque sabían que el equivocado era yo, del mío, así funcionan las corporaciones. Me exilié en el sur para vivir en una cabaña, enojado con el mundo. Conocí a una mujer recién separada que era psiquiatra, con sed de venganza, dispuesta a probar todo, con quien consumía “drogas legales”, ya saben, tener una receta al alcance de la mano es una ventaja en los momentos de desesperación, y fue, viendo los resultados, una profunda fuente de inspiración. Si el precio para una buena obra de arte es la muerte de algunas neuronas, bienvenidos sean los funerales.
El teléfono de la habitación suena. Trato de atender con velocidad para evitar que Ángela se despierte, eso es algo cercano al amor, dejar que el otro duerma en paz, pero todo lo que se hace rápido se hace mal, y mi torpeza hizo que tirara el teléfono al suelo y el ruido fuese más grande. Ella se despertó a la vez que yo atendí la llamada.
-¿Hola?
-Hola, le hablo desde la recepción, le transfiero una llamada.
-Rocker – del otro lado Dolores estaba un poco nerviosa – Mañana hay que probar sonido temprano, te vas a tener que guardar porque se llenó la ciudad, todos te quieren ver, esto es un quilombo de la San Puta, queda cancelado el Mc Donald.
-Ok.
-¿Vos todo bien?
Dolores siempre fue la encargada de ponerse todo al hombro. Desde las sombras organiza las presentaciones de los libros, las muestras de cuadros, los estrenos de películas, y ahora los recitales; y aun así siempre le queda tiempo para preguntar por el estado anímico de los demás. Es una dulce, no merezco su amistad.
-¿Quién era? – me pregunta Ángela con la voz ronca y me acaricia el pecho. Le digo que “no era nadie”, le sugiero que siga durmiendo, que es temprano, aunque en realidad no sé qué hora es, pero ella no obedece y se levanta.
Camina desnuda entre las sombras. Puedo contemplar su silueta. Se desplaza por el dormitorio desnuda con una naturalidad que asusta. Llega hasta la botella de whisky destapada. Me dice en tono de regaño algo así como que si no la tapo se evapora. Bebe del pico un sorbo, como si fuese agua. Limpia sus labios con la mano. Me pregunta si quiero. Le digo que sí y estiro el brazo sujetando el vaso. Me sirve hasta el tope y bebe lo que queda de la botella. Me pregunta si pedimos otra. Le digo que mejor no. Bebo mi whisky casi de un sorbo, esta vez sí me quema la garganta y parte de mí se tranquiliza. Siento escalofríos. Creo que tomé demasiado. Ángela se me sienta encima y murmura algo de manera cariñosa, finge ser una niña. Hace trompita y enreda un mechón de su cabello en su dedo. Me besa. Su boca sabe a alcohol. Sus muslos al costado de mi cadera son serpientes que no pretenden quedarse quietas. Trato de adivinar la hora pero ya perdí noción del tiempo, y los movimientos de Ángela me hacen perder la noción del espacio. Dice una canción de Solari, “yo no la cambio por nada cuando empieza a cabalgar”.

El cielo, a veces, es un lugar tentador.

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