Tengo insomnio.
Siempre
tengo insomnio.
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El
insomnio nos hace hacer cosas raras, como por ejemplo leer a Bukowski desde un
celular. Lo cito, “¿Por qué bebo alcohol? Porque ninguna buena historia
comienza con un estaba yo comiéndome una ensalada”. Brillante. Al menos para
alguien con insomnio esa reflexión es brillante. Más cuando además del insomnio
uno está rodeado de botellas de alcohol vacías. Uno busca siempre la excusa que
justifique sus acciones. Si Bukowski dice lo que queremos escuchar lo amaremos.
A él o a quien corresponda. Somos demagogos por naturaleza.
Ángela
sale del baño pálida y con ojeras. Moquea. Se la ve frágil. Me dice que no se
siente bien y que tiene miedo. Se sienta en el borde de la cama, abre el cajón
de su mesita de luz y saca de allí uno de esos espejos redondos con tapita, es
de color rosa, y tiene un stiker con forma de corazón. Luego busca un billete
de cien pesos, según ella son los mejores porque son los más nuevos. Lo enrolla
formando un tubo. Levanta la tapa de su espejito y allí está el polvo mágico
esperándola. Respira profundo a través del billete. Tira la nuca hacia atrás,
como si estuviese por ponerse gotas en los ojos. Abre la boca y chasquea la
lengua. Me dice que el sabor en su garganta es horrible, que deberían hacerla
más dulce y de distintos gustos. Respira profundo otra vez tapándose primero
uno de los orificios nasales y luego el otro.
-Vomité
sangre boludo – dice – No puedo bajar…
Me
pregunto cuánto tiempo más podremos vivir así.
Ella me
dice que tiene frío. Se acuesta, se hace una bolita y me pide que la tape con
una frazada. Tengo un negativo pensamiento. Se me ocurre imaginar que quizás se
duerma y ya no se despierte. Imagino los medios de comunicación. Me acusarían
de asesinato. Sus amigos y familiares me dirían que le arruiné la vida. Ya me
han acusado de eso antes y con creces, con argumentos muy válidos.
Una
noche (de insomnio claro) hace unos varios años luego de una discusión con
Ángela decidimos separarnos. En realidad ella me dejó, pero si me preguntan
digo que fue de mutuo acuerdo y en buenos términos. Yo, despechado, loco, y en
pleno auge del fotolog subí una foto suya a mi cuenta, que por esos días era
muy visitada, popular y de controversia, el último rincón de la transgresión
decían los seguidores. Siempre fui una celebridad, al menos, desde lo virtual.
¿El
problema de todo esto? Se trataba de una foto íntima. Ángela vestía una
camiseta de su glorioso River Plate, con la 10 en la espalada del Burrito
Ortega. En la parte de debajo de su cuerpo una pequeña bombacha roja era más un
adorno que una vestimenta. Su posición en la cama, posando para la cámara de mi
celular, el popular perrito. Ella estaba en cuatro patas para mí. No tuve mejor
idea que subir a la web esa foto.
Aquí surgen al menos cuatro problemas. Violé
varias leyes (y algunos mandamientos) en un solo y simple clic.
1)
Violación
de la privacidad de la minita.
2)
La
minita era menor.
3)
El padre
de la minita era policía.
4)
La
minita entró en crisis y se escapó a Entre Ríos.
De hijo de puta para arriba me dijeron de todo.
Su familia me hubiese matado de haber podido hacerlo. La foto de Ángela copó
primero los diarios locales para luego llegar a los medios nacionales. Ella se
fue sin avisar. Se escapó. Se fue. Lejos de todo. La encontraron después de
casi seis meses, cuando ya no era noticia. Había conseguido trabajo como
camarera y vivía con un hombre mayor, con quien yo supongo aprendió varias de
las cosas que luego llevó a cabo conmigo, cuando le pregunto sobre el tema se
ofende y no responde. En el momento en el que apareció se generó otro escándalo
de dimensiones épicas. Acusaron a ese hombre de trata de personas, cayó él,
unos amigos, la dueña de un kiosco y varios policías supuestos cómplices. Ella
dijo que estaba con él por voluntad propia, pero la justicia no le creyó,
además necesitaban mostrar algo de contundencia, y si de algo sabe Argentina es
de “perejiles” legales. A veces pienso que al pobre tipo se lo deben estar
garchando en la cárcel, y todo porque yo subí una foto. Es extraño como se
desencadenan algunos acontecimientos.
Cuando Ángela regresó me buscó, y por supuesto,
me encontró con cierta facilidad, no soy un tipo difícil. Tuvimos una
reconciliación por demás intensa. No le dije nada pero supe que durante su
exilió había aprendido algunas cosillas nuevas. Luego abrazados tuvo una
apertura emocional como pocas veces.
-No me molestó que subieras la foto – susurró –
No me importa que el mundo me haya visto el culo. Me molestó que esa foto era
para vos, yo confíe en vos y vos rompiste esa confianza.
Pocas veces me sentí una basura como luego de
oír esa confesión.
Ahora está acostada. Luchando prácticamente por
respirar. Tiene miedo, me lo dice. Tiembla. No sería descabellado pensar en un
coma etílico, o peor, un fallo respiratorio, o una sobredosis. Me dice con la
voz quebrada y moqueando que “esta vez me fui al carajo”, y siento sus dientes
morder con fuerza.
Pienso que todo se va a solucionar por arte de
magia y me recuesto a leer el diario. Es de hace unos días. Las noticias son
viejas, pero fuimos noticia, mala, pero noticia al fin. En la nota dicen que a
Los Educadores se les prohíbe volver a tocar en la provincia de Córdoba, y que
su líder (o sea yo) debería ir a declarar ante un juez federal por incentivar
el uso de drogas. Ocurre que durante el show teníamos una escenografía montada,
se trataba de un tipo disfrazado de pastilla, quien salía a escena y desde una
jeringa gigante arrojaba agua de color al público. Un fiscal no comprendió el
chiste, actuó de oficio y me denunció. ¿Cómo puedo dormir con todo eso en mi
mente?
Ángela tiembla más de la cuenta y le pregunto
si está bien.
Ella se sienta. Apoya su espalda en el respaldo
de la cama. Lleva sus manos a los ojos y se limpia las lágrimas. Está llorando.
Hace pucherito. Su quijada no puede quedarse quieta. Se pone de pie y busca en
el suelo sus ropas. Aprovecho para tocarla. Está fría. Muy fría. Ella me corre
la mano de un cachetazo y me dice que no. No quiere que la toque. Camina con
dificultad hacia la silla donde quedó colgada la remera que arrojó desde la
cama unas horas antes. Tiene la sobriedad de darla vuelta para que la costura
quede del lado interior, busca la etiqueta y se viste. Se mira al espejo y
rompe en llanto.
Me incorporo de un salto, la abrazo. Tiembla.
Tiembla mucho. Su pecho apoyado contra el mío delata su taquicardia. Sus labios
no tienen color. La tomo por las manos para tratar de tranquilizarla. Sus dedos
parecen hielos largos. Habla pero no comprendo lo que dice. Acerco mi cara a la
suya para intentar comprenderla.
-Llamá a un doctor – dice – Llamá a un doctor
que me muero.
No sé cómo manejar una emergencia semejante. No
llamo a un doctor. Llamo a Dolores. No sé qué hora es pero no importa. Ella me
atiende dormida luego de varios tonos. Le cuento lo acontecido. Como por arte
de magia se despierta y me pide que haga todo lo posible para que Ángela no se
duerma, que me calme que todo iba a salir bien y que ella se encarga de
comunicarse con el doctor y que “ya voy para allá”, una genia. Una verdadera
amiga.
Tengo que mantener a Ángela despierta, pero
cómo. Solo se me ocurre ponerle los auriculares, los míos, los personales, esos
que utilizo tanto para tocar en vivo como para componer en la computadora los
demos y maquetas de las nuevas canciones. Son unos especiales que vienen
directamente para escuchar música desde allí, tienen memoria interna. En dicha
memoria solo hay una canción, el demo de mi última composición en modo
“repetición” durante casi 8 GB.
Cuando Dolores, al cabo de una larga hora,
llegó junto con una ambulancia, Ángela estaba recostada con los ojos abiertos
como un dos de oro, mercando el ritmo lento del tema con su cabeza, y tocando
la batería en el aire. El doctor no necesitó más que mirarle las pupilas con su
linterna para afirmar que “esta chica tiene una sobredosis”, ingresaron también
dos enfermeros que la subieron a una camilla para trasladarla de urgencia a la
clínica.
Le quitaron los auriculares y se los entregaron
a Dolores. El volumen estaba tan fuerte que se podía oír la canción en el
ambiente.
-¿Qué es esto? – me preguntó mientras se los
calzaba para escuchar mejor, y luego le devolvió los auriculares a Ángela.
-European Movie – respondí – Una canción nueva.
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