lunes, 9 de mayo de 2016

Una Película Europea - Capítulo I

Tengo insomnio.
Siempre tengo insomnio.
No recuerdo cuando fue la última vez que dormí bien. Me refiero, no tengo noción de haber vivido diez días de sueño normal en toda mi vida. Levantarme temprano, hacer alguna actividad, alguna recreación social, para luego acostarme después de la cena y dormir tranquilo. ¿Por qué no puedo dormir? ¿Por qué me cuesta tanto? Ya de niño recordaba por las noches los dibujos animados que veía durante el día, los reconstruía mentalmente, inclusive agregándole cosas. Me gustaba tomar en primera persona el papel del personaje y vivir la historia en mi cabeza, reformando el guión. De adolescente pensaba en mis profesoras, compañeras, famosas, etc. Más de adulto me dediqué a escribir mentalmente enormes novelas y poemas que generalmente se perdían por no tomarme el trabajo de levantarme a escribirlos. Ahora lo que me quita el sueño son las melodías. Bueno, y las pesadillas recurrentes, el agua y el Diablo invaden con frecuencia mis placenteros sueños, y es allí donde aparecen las películas independientes o europeas para acompañarme en el desvelo. Algunas son tan bonitas que asustan. Nadie retrata los trastornos de las relaciones humanas como las películas europeas. Nadie relata los pormenores de la soledad como ellos. Son, depende cómo se las mire y como nos encuentre parados en ese momento, películas peligrosas.
El insomnio nos hace hacer cosas raras, como por ejemplo leer a Bukowski desde un celular. Lo cito, “¿Por qué bebo alcohol? Porque ninguna buena historia comienza con un estaba yo comiéndome una ensalada”. Brillante. Al menos para alguien con insomnio esa reflexión es brillante. Más cuando además del insomnio uno está rodeado de botellas de alcohol vacías. Uno busca siempre la excusa que justifique sus acciones. Si Bukowski dice lo que queremos escuchar lo amaremos. A él o a quien corresponda. Somos demagogos por naturaleza.
Ángela sale del baño pálida y con ojeras. Moquea. Se la ve frágil. Me dice que no se siente bien y que tiene miedo. Se sienta en el borde de la cama, abre el cajón de su mesita de luz y saca de allí uno de esos espejos redondos con tapita, es de color rosa, y tiene un stiker con forma de corazón. Luego busca un billete de cien pesos, según ella son los mejores porque son los más nuevos. Lo enrolla formando un tubo. Levanta la tapa de su espejito y allí está el polvo mágico esperándola. Respira profundo a través del billete. Tira la nuca hacia atrás, como si estuviese por ponerse gotas en los ojos. Abre la boca y chasquea la lengua. Me dice que el sabor en su garganta es horrible, que deberían hacerla más dulce y de distintos gustos. Respira profundo otra vez tapándose primero uno de los orificios nasales y luego el otro.
-Vomité sangre boludo – dice – No puedo bajar…
Me pregunto cuánto tiempo más podremos vivir así.
Ella me dice que tiene frío. Se acuesta, se hace una bolita y me pide que la tape con una frazada. Tengo un negativo pensamiento. Se me ocurre imaginar que quizás se duerma y ya no se despierte. Imagino los medios de comunicación. Me acusarían de asesinato. Sus amigos y familiares me dirían que le arruiné la vida. Ya me han acusado de eso antes y con creces, con argumentos muy válidos.
Una noche (de insomnio claro) hace unos varios años luego de una discusión con Ángela decidimos separarnos. En realidad ella me dejó, pero si me preguntan digo que fue de mutuo acuerdo y en buenos términos. Yo, despechado, loco, y en pleno auge del fotolog subí una foto suya a mi cuenta, que por esos días era muy visitada, popular y de controversia, el último rincón de la transgresión decían los seguidores. Siempre fui una celebridad, al menos, desde lo virtual.
¿El problema de todo esto? Se trataba de una foto íntima. Ángela vestía una camiseta de su glorioso River Plate, con la 10 en la espalada del Burrito Ortega. En la parte de debajo de su cuerpo una pequeña bombacha roja era más un adorno que una vestimenta. Su posición en la cama, posando para la cámara de mi celular, el popular perrito. Ella estaba en cuatro patas para mí. No tuve mejor idea que subir a la web esa foto.
Aquí surgen al menos cuatro problemas. Violé varias leyes (y algunos mandamientos) en un solo y simple clic.
1)      Violación de la privacidad de la minita.
2)      La minita era menor.
3)      El padre de la minita era policía.
4)      La minita entró en crisis y se escapó a Entre Ríos.
De hijo de puta para arriba me dijeron de todo. Su familia me hubiese matado de haber podido hacerlo. La foto de Ángela copó primero los diarios locales para luego llegar a los medios nacionales. Ella se fue sin avisar. Se escapó. Se fue. Lejos de todo. La encontraron después de casi seis meses, cuando ya no era noticia. Había conseguido trabajo como camarera y vivía con un hombre mayor, con quien yo supongo aprendió varias de las cosas que luego llevó a cabo conmigo, cuando le pregunto sobre el tema se ofende y no responde. En el momento en el que apareció se generó otro escándalo de dimensiones épicas. Acusaron a ese hombre de trata de personas, cayó él, unos amigos, la dueña de un kiosco y varios policías supuestos cómplices. Ella dijo que estaba con él por voluntad propia, pero la justicia no le creyó, además necesitaban mostrar algo de contundencia, y si de algo sabe Argentina es de “perejiles” legales. A veces pienso que al pobre tipo se lo deben estar garchando en la cárcel, y todo porque yo subí una foto. Es extraño como se desencadenan algunos acontecimientos.
Cuando Ángela regresó me buscó, y por supuesto, me encontró con cierta facilidad, no soy un tipo difícil. Tuvimos una reconciliación por demás intensa. No le dije nada pero supe que durante su exilió había aprendido algunas cosillas nuevas. Luego abrazados tuvo una apertura emocional como pocas veces.
-No me molestó que subieras la foto – susurró – No me importa que el mundo me haya visto el culo. Me molestó que esa foto era para vos, yo confíe en vos y vos rompiste esa confianza.
Pocas veces me sentí una basura como luego de oír esa confesión.
Ahora está acostada. Luchando prácticamente por respirar. Tiene miedo, me lo dice. Tiembla. No sería descabellado pensar en un coma etílico, o peor, un fallo respiratorio, o una sobredosis. Me dice con la voz quebrada y moqueando que “esta vez me fui al carajo”, y siento sus dientes morder con fuerza.
Pienso que todo se va a solucionar por arte de magia y me recuesto a leer el diario. Es de hace unos días. Las noticias son viejas, pero fuimos noticia, mala, pero noticia al fin. En la nota dicen que a Los Educadores se les prohíbe volver a tocar en la provincia de Córdoba, y que su líder (o sea yo) debería ir a declarar ante un juez federal por incentivar el uso de drogas. Ocurre que durante el show teníamos una escenografía montada, se trataba de un tipo disfrazado de pastilla, quien salía a escena y desde una jeringa gigante arrojaba agua de color al público. Un fiscal no comprendió el chiste, actuó de oficio y me denunció. ¿Cómo puedo dormir con todo eso en mi mente?
Ángela tiembla más de la cuenta y le pregunto si está bien.
Ella se sienta. Apoya su espalda en el respaldo de la cama. Lleva sus manos a los ojos y se limpia las lágrimas. Está llorando. Hace pucherito. Su quijada no puede quedarse quieta. Se pone de pie y busca en el suelo sus ropas. Aprovecho para tocarla. Está fría. Muy fría. Ella me corre la mano de un cachetazo y me dice que no. No quiere que la toque. Camina con dificultad hacia la silla donde quedó colgada la remera que arrojó desde la cama unas horas antes. Tiene la sobriedad de darla vuelta para que la costura quede del lado interior, busca la etiqueta y se viste. Se mira al espejo y rompe en llanto.
Me incorporo de un salto, la abrazo. Tiembla. Tiembla mucho. Su pecho apoyado contra el mío delata su taquicardia. Sus labios no tienen color. La tomo por las manos para tratar de tranquilizarla. Sus dedos parecen hielos largos. Habla pero no comprendo lo que dice. Acerco mi cara a la suya para intentar comprenderla.
-Llamá a un doctor – dice – Llamá a un doctor que me muero.
No sé cómo manejar una emergencia semejante. No llamo a un doctor. Llamo a Dolores. No sé qué hora es pero no importa. Ella me atiende dormida luego de varios tonos. Le cuento lo acontecido. Como por arte de magia se despierta y me pide que haga todo lo posible para que Ángela no se duerma, que me calme que todo iba a salir bien y que ella se encarga de comunicarse con el doctor y que “ya voy para allá”, una genia. Una verdadera amiga.
Tengo que mantener a Ángela despierta, pero cómo. Solo se me ocurre ponerle los auriculares, los míos, los personales, esos que utilizo tanto para tocar en vivo como para componer en la computadora los demos y maquetas de las nuevas canciones. Son unos especiales que vienen directamente para escuchar música desde allí, tienen memoria interna. En dicha memoria solo hay una canción, el demo de mi última composición en modo “repetición” durante casi 8 GB.
Cuando Dolores, al cabo de una larga hora, llegó junto con una ambulancia, Ángela estaba recostada con los ojos abiertos como un dos de oro, mercando el ritmo lento del tema con su cabeza, y tocando la batería en el aire. El doctor no necesitó más que mirarle las pupilas con su linterna para afirmar que “esta chica tiene una sobredosis”, ingresaron también dos enfermeros que la subieron a una camilla para trasladarla de urgencia a la clínica.
Le quitaron los auriculares y se los entregaron a Dolores. El volumen estaba tan fuerte que se podía oír la canción en el ambiente.
-¿Qué es esto? – me preguntó mientras se los calzaba para escuchar mejor, y luego le devolvió los auriculares a Ángela.

-European Movie – respondí – Una canción nueva.

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