Apenas caía el sol. Podía ver el anaranjado del cielo
mezclarse con el azul oscuro de la noche que amenazaba con imponerse. Comencé a
sentir frío, claro, estaba desnudo al aire libre un día común del mes de Julio.
Por mis venas corría el miedo, uno es valiente pero hay determinadas cosas que
nos agobian y por más terapia que se haga el temor sigue allí, como una hoja en
blanco que nos mira, nos desafía y nos goza, porque el miedo se divierte con
nosotros, le gusta asustarnos consciente de su poder.
Allí me encontraba, desnudo, casi inmóvil, porque vale
destacar que también me encontraba con las manos atadas por la espalada, y
también estaban atados mis tobillos con una gruesa y húmeda soga. Me dijeron
que me mueva, me dieron un empujón, yo apenas podía moverme, claro, no es fácil
caminar con todas las extremidades prisioneras de los nudos. Caminé como pude,
lento, como esos ancianos que salen a caminar por recomendación del médico aun
cuando no sienten ganas de caminar, y me paré donde me lo indicaron.
Un hombre de barba, corpulento y con expresión de monstruo
se acercó a mí y me vendó los ojos con una tela que en su momento supo ser
blanca, pero hoy ya mostraba pequeños grises que el jabón en polvo era incapaz
de disimular. El vendaje también estaba húmedo.
-¿Un último deseo? – me preguntó gentilmente.
-No sé – dije - ¿Qué se estila generalmente en estas
circunstancias?
-Un pucho.
-Un pucho entonces.
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-¿Quiere decir sus últimas palabras? – me consultó.
-¿Debería?
-La mayoría hace uso de esta opción.
-¿Y qué dicen?
-Rezan, juran venganza, nos insultan, cantan, depende…
-Bien, debería decir algo entonces.
-Pero apúrese por favor, no tengo todo el día.
-Si no hay amor que no haya nada.
El hombre de barba lanzó una carcajada a modo de burla. Me
tiró el humo del cigarrillo que acababa de prender en la cara y luego lo colocó
en mi boca.
-¡¡Apunten!! – gritó.
El temor me invadió. Estaba desnudo, atado, con los ojos
vendados y un pucho en la boca. Jugado sin fichas dirían en el barrio.
-¡¡Fuego!!
El sonido de la escopeta fue ensordecedor. El plomo viaja
rápido pensé, porque al mismo tiempo de escuchar la explosión de arma mi pecho
comenzó a arder. La bala dio de lleno en mi corazón, al menos el tirador tiene
puntería me dije mientras caía de rodillas sobre el suelo. Intenté respirar. Me
dolieron los pulmones y recordé la vez que tuve neumonía. Esto era peor, esto
era dolor de verdad. Mi tórax se estaba prendiendo fuego, se incendiaba desde
adentro. Si bien mis ojos estaban vendados mi vista se tornaba nublosa. Caí de
costado y con lo que supuse serían mis últimas fuerzas tosí. Mi garganta
expulsó sangre que no tardó en bañar mi cara a modo de lluvia. Oí unos pasos
acercarse. Las botas hacen ruido.
-Señor – dijo una joven voz – Sigue con vida.
-Carajo… pónganlo de pie otra vez.
Agradecí al joven que ayudó a incorporarme.
-¡¡Apunten!! – gritó con furia el hombre de la barba.
-Esperen - supliqué - ¿No cree usted que debería renovar mis
últimas palabras?
-Vamos hombre, no se me va a poner sentimental ahora.
-Al final de cuentas mis últimas palabras no resultaron ser
las últimas.
-Tiene sentido, diga nomás.
-Dios es música – dije, sinceramente, sin saber que decir.
El silencio en el ambiente me hizo saber que los presentes
estaban desconcertados, seguramente se estarían mirando entre ellos, algunos
burlones, otros anonadados, otros deseando que la situación finalice cuanto
antes.
-¡¡Fuego!!
Esta vez la bala dio entre mis cejas. Se me vino a la mente
un partido de fútbol de mi infancia, yo era arquero y el delantero rival pateó
con fuerzas, yo, falto de reflejos no puse las manos y el balón dio de lleno en
mi cara volteándome. Si bien era un dolor parecido, sobre todo por la caída en
peso muerto hacia atrás, esta vez todo fue más intenso y con olor diferente. El
humo de la pólvora ingresaba por mis fosas nasales. Comencé a sentir un agudo
sonido, ese chillido que se escucha cuando estamos aturdidos es un “LA”, la
última nota que escuchamos en nuestra vida es un mísero e insignificante “LA”,
volví a toser y todo se tornó silencioso, sentí mi cuerpo flotar, quise moverlo
pero no pude.
-Desátenlo – fue la orden.
El joven que ayudó a ponerme de pie fue el encardado de
desatarme. A pesar de estar aturdido pude escuchar como el hombre de barba le
ordenaba que me arrojara donde estaban “los otros”, y que vaya urgente a buscar
a uno nuevo.
-Con este tardamos más de la cuenta – dijo.
-Señor – dijo el joven – Todavía respira.
Mi cuerpo reaccionó. Pude ponerme de pie por mis propios
medios.
-Disculpen – dije - ¿Alguien tiene una aspirina? Esa bala me
movió el cerebro, me duele la cabeza.
Algunos se asustaron y comenzaron a persignarse en el mismo
momento que yo me quité la venda de los ojos.
-Imposible – dijo el hombre de la barba - ¿Cómo?
-Miré hombre – le expliqué – Si usted cree que con una bala
puede matar a una idea está equivocado.
Palmeé su espalda en amigable gesto y me retiré del lugar
caminando silencioso hacia mi destino, consciente de mi inmortalidad.